Era época de vacas gordas, y quien más quien menos, todo aquel que no sabía hacer la O con un canuto, y algún otro que sí pero no estaba contento con lo que ganaba, se fue a la construcción, que allí se ganaban tres mil eurazos al mes poniendo ladrillos torcidos. Crecían los edificios de viviendas más rápido de lo que se podían vender.
Así que empezaron a aparecer Mercedeses y Bemeuveses por las calles como las setas en un otoño lluvioso, las agencias inmobiliarias florecieron como margaritas en primavera, los hoteles a rebosar tanto en verano como en invierno, y los bares siempre llenos a la hora del aperitivo y del fútbol.
Mientras tanto, nuestro trabajador funcionario veía todo esto desde su pequeño pero seguro sueldecillo, que subía como mucho un 2 % al año, mientras en la empresa privada había subidas mínimas del 5 % para los curritos, y subía exponencialmente según la calidad del sillón en que te sentases y la amplitud del despacho que okupases. El funcionario veía bien todo esto, cada uno era libre de elegir qué era lo que más le convenía y su forma de vida. Él era feliz apañándose con su dinerillo, sin protestar, satisfecho de cumplir con su obligación a diario, trabajando por todos aquellos que siempre criticaban a los empleados públicos, aunque nuestro funcionario no entendía muy bien por qué. Si tan bueno es este puesto, pensaba, que dejen sus trabajos menos seguros, es verdad, pero infinitamente mejor pagados, se dejen la pasta en una academia, se estudien un temario de tres mil páginas, y se presenten unas oposiciones a las que concurren cincuenta mil personas para cien plazas, como hice yo. Eso sí, el cochazo y el aperitivo del domingo no se lo podrán permitir.
Érase que hubo una crisis mundial que afectó, como siempre, a los que menos tenían.
En estas que los que provocaron la crisis, léase banqueros, constructores, politicuchos de pueblo y especuladores sin escrúpulos tenían sus negros ahorrillos guardados no se sabe bien dónde.
Nuestro funcionario veía que la única solución era apretarse el cinturón, recortar los gastos de todos y redistribuir bien el dinero del Estado, que en ocasiones se derrochaba en tonterías pero faltaba en cosas más importantes. Y pensó que, tarde o temprano, habría que bajar los sueldos. Los sueldos de TODOS los trabajadores, públicos o privados, que la cosa estaba muy achuchada, y sólo con el esfuerzo de TODOS se podría salir adelante. Con un 5 % que bajasen de sueldo a TODOS seguro que se podría solucionar. Tocaba apretarse el cinturón, y el empleado público estaba dispuesto a ello por el bien de TODOS.
Érase que en el país donde trabajaba y vivía nuestro esforzado funcionario, los políticos hacía ya varios años que habían perdido el norte, o la vergüenza, y lo único que les interesaba era mantenerse en su poltrona, independientemente de los intereses del país y sus ciudadanos. Así que tanto gobierno como oposición se tiraban los trastos a la cabeza, y a veces a las partes bajas, continuamente, unos para mantenerse en el poder, y otros para destronar a los anteriores.
Y al gobierno, supuestamente socialista, de este país le tocó gestionar la crisis. Algo había que hacer, o todo se iba al garete. Y por supuesto, coincidieron con el funcionario en que había que bajar los sueldos para salir del hoyo. Lo malo es que se olvidaron del detalle de que el esfuerzo debían hacerlo todos, y decidieron bajar el 5 % solamente a los funcionarios. Así el gobierno obtenía más dinerito a costa de los funcionarios, y el resto de ciudadanos que siempre criticaban a los anteriores estaría contento, porque les habían bajado el sueldo a esos vagos chupópteros, y pensó el presidente que así, a lo mejor hasta conseguía ganar de nuevo las elecciones.
Así que nuestro funcionario vio cómo aquellos que durante años habían estado ganando el triple que él, aquellos que se habían enriquecido cobrando intereses abusivos, jugando con los mercados de valores, estafando a los obreros con hipotecas basura, construyendo viviendas de lujo en terrenitos recalificados, agarrando poltronas en ministerios y direcciones generales absurdas e inútiles, y evadiendo capitales a cuentas en paraísos fiscales se iban de rositas, mientras el único que se iba a apretar el cinturón, como siempre, era él, que durante la época de bonanza había seguido con sus miserables emolumentos sin decir una palabra más alta que otra.
Y decidió que, a partir de entonces, le engañarían en el sueldo, pero no le iban a engañar más en el trabajo. Así que se convirtió en un funcionario vago. Total, la mala fama ya la tenía.
Así que empezaron a aparecer Mercedeses y Bemeuveses por las calles como las setas en un otoño lluvioso, las agencias inmobiliarias florecieron como margaritas en primavera, los hoteles a rebosar tanto en verano como en invierno, y los bares siempre llenos a la hora del aperitivo y del fútbol.
Mientras tanto, nuestro trabajador funcionario veía todo esto desde su pequeño pero seguro sueldecillo, que subía como mucho un 2 % al año, mientras en la empresa privada había subidas mínimas del 5 % para los curritos, y subía exponencialmente según la calidad del sillón en que te sentases y la amplitud del despacho que okupases. El funcionario veía bien todo esto, cada uno era libre de elegir qué era lo que más le convenía y su forma de vida. Él era feliz apañándose con su dinerillo, sin protestar, satisfecho de cumplir con su obligación a diario, trabajando por todos aquellos que siempre criticaban a los empleados públicos, aunque nuestro funcionario no entendía muy bien por qué. Si tan bueno es este puesto, pensaba, que dejen sus trabajos menos seguros, es verdad, pero infinitamente mejor pagados, se dejen la pasta en una academia, se estudien un temario de tres mil páginas, y se presenten unas oposiciones a las que concurren cincuenta mil personas para cien plazas, como hice yo. Eso sí, el cochazo y el aperitivo del domingo no se lo podrán permitir.
Érase que hubo una crisis mundial que afectó, como siempre, a los que menos tenían.
En estas que los que provocaron la crisis, léase banqueros, constructores, politicuchos de pueblo y especuladores sin escrúpulos tenían sus negros ahorrillos guardados no se sabe bien dónde.
Nuestro funcionario veía que la única solución era apretarse el cinturón, recortar los gastos de todos y redistribuir bien el dinero del Estado, que en ocasiones se derrochaba en tonterías pero faltaba en cosas más importantes. Y pensó que, tarde o temprano, habría que bajar los sueldos. Los sueldos de TODOS los trabajadores, públicos o privados, que la cosa estaba muy achuchada, y sólo con el esfuerzo de TODOS se podría salir adelante. Con un 5 % que bajasen de sueldo a TODOS seguro que se podría solucionar. Tocaba apretarse el cinturón, y el empleado público estaba dispuesto a ello por el bien de TODOS.
Érase que en el país donde trabajaba y vivía nuestro esforzado funcionario, los políticos hacía ya varios años que habían perdido el norte, o la vergüenza, y lo único que les interesaba era mantenerse en su poltrona, independientemente de los intereses del país y sus ciudadanos. Así que tanto gobierno como oposición se tiraban los trastos a la cabeza, y a veces a las partes bajas, continuamente, unos para mantenerse en el poder, y otros para destronar a los anteriores.
Y al gobierno, supuestamente socialista, de este país le tocó gestionar la crisis. Algo había que hacer, o todo se iba al garete. Y por supuesto, coincidieron con el funcionario en que había que bajar los sueldos para salir del hoyo. Lo malo es que se olvidaron del detalle de que el esfuerzo debían hacerlo todos, y decidieron bajar el 5 % solamente a los funcionarios. Así el gobierno obtenía más dinerito a costa de los funcionarios, y el resto de ciudadanos que siempre criticaban a los anteriores estaría contento, porque les habían bajado el sueldo a esos vagos chupópteros, y pensó el presidente que así, a lo mejor hasta conseguía ganar de nuevo las elecciones.
Así que nuestro funcionario vio cómo aquellos que durante años habían estado ganando el triple que él, aquellos que se habían enriquecido cobrando intereses abusivos, jugando con los mercados de valores, estafando a los obreros con hipotecas basura, construyendo viviendas de lujo en terrenitos recalificados, agarrando poltronas en ministerios y direcciones generales absurdas e inútiles, y evadiendo capitales a cuentas en paraísos fiscales se iban de rositas, mientras el único que se iba a apretar el cinturón, como siempre, era él, que durante la época de bonanza había seguido con sus miserables emolumentos sin decir una palabra más alta que otra.
Y decidió que, a partir de entonces, le engañarían en el sueldo, pero no le iban a engañar más en el trabajo. Así que se convirtió en un funcionario vago. Total, la mala fama ya la tenía.
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